flappers, androginia y otros marasmos del estilo


El mundo no ofrece novedades, las estiliza. Esta idea, que bien pudiera ser incorrecta a grosso modo, describe el sentido de lo que el estilo ha supuesto como agente provocador para la formación de los géneros a lo largo de la historia y, del mismo modo, con mayor motivo en la era de la reproductibilidad técnica, con el cinematógrafo a pleno rendimiento proyectando y extendiendo una masa cultural universalizada en torno a la idea de deseo y el alcance en la conciencia de cada imagen (hecha carne) estandarizada. La belleza no nos obsequia con valores abstractos pero tampoco podría acogerse a una trama perdurable y eternizada, a la vez que los diferentes modelos de ese ideal que han llegado a prosperar en el siglo XX exigen una corroboración continua o su declive al margen de lo que el azar predispone y ese indoloro mecanismo ataviado por la casualidad hace por desviar la atención de los requisitos en los que se formaliza el propio estilo, una derivación de todo lo social plasmado en los códigos de conducta atravesados por la indumentaria, un esquema inscrito en el cuerpo por el que cultura y técnica, razón y vivencia, ejercen su fuerza motriz sobre el propio cuestionamiento de los cánones que a priori quisieran suplantarse.

La belleza, en su significado social y sociológico, designa una perspectiva distinta referida a lo que el sujeto pretende al gestionar sus aspiraciones en el grupo social de adhesión y su posición ante los marasmos del mundo de la vida, sin embargo ésta ha de suponer también un ápendice estético de las innovaciones técnicas y los soportes que la dotan de legitimidad. Dicho así, resulta difícil hacer comprensible tal vínculo, pero si decimos que el cinematógrafo y todos sus corolarios han impuesto múltiples maneras de visionar y comprender la belleza, de representarla a través del maquillaje y la luminotecnia, del perfeccionamiento de las emulsiones fotográficas y las lentes, de la repetición en serie de sus productos más deseables o de la mirada subjetiva del fotógrafo, podrá afirmarse igualmente que la física de la cara, la anatomía, los gestos y la expresión no verbal no han cambiado sino en la medida en que se han convertido en el ingrediente más asequible de una valoración de la belleza y el estilo asumida como verdad en un contexto específico al que se le suma su repudio más o menos consensuado en otros contextos limítrofes. Lo que esa verdad proporciona es valedero tan sólo como atributo de una actitud grupal formalizada en el tiempo social y en el espacio donde se ubica. Más aún: el estilo, al menos en su vertiente de impacto multitudinario o determinación de unos significados que han de prevalecer sobre otros en la conciencia colectiva, es una escenificación de la belleza mediada por la técnica. Mezclo aquí diferentes estratos del concepto de estilo porque su complejidad avala una definición que solo se hace operativa al desglosarla en su disparidad de funciones y deberes, las cuales imponen una moral que habrá de reflejarse de un modo aclaratorio en el código de conducta del grupo que se adhiera a un estilo. Cine y gestualidad, técnica y belleza, actitudes y expresiones de grupo, elementos que nos sirven para conferir una teoría a medias según la cual el estilo es también la construcción de una utopia societaria confrontada en el mundo de las vivencias que, al transmitirse en extenso, resuelve el dilema de por qué la belleza es a su vez una formación que opera en los intersticios de la estructura de clases. El cine ha cooperado de manera ineludible a su operatividad y difusión. La experiencia del estilo en la vida cotidiana reformula sus significados en tanto que las actitudes intrínsecas al estilo propician un vinculo positivo o negativo con el medio público.


Eso parece más que evidente en los estilos subculturales que empezaron a emerger a partir de los años 50 en Inglaterra, tales como el movimiento teddy boy, mod, skinhead o punk. En EE.UU., el movimiento beat generó todo un reparto de simpatías y antipatías que se vio reflejado en el cine al revertir el modelo a una forma despectiva que lo unía a la delincuencia juvenil y estigmatizaba al beatnik en su pulsión marginal y colérica, llegando a difundir una versión del pánico moral que calaría en la conciencia de las clases dominantes. De modo similar ocurrirá en los medios de comunicación ingleses al difundir una imagen apresurada de los mods y punks en un intento de neutralizarlos.

La radicalidad de tales movimientos subculturales (radicales porque ponen en jaque el propio sistema de su clase social de origen, léase, la clase trabajadora) supone un cruce de reflexiones que en la praxis cotidiana esboza los huecos en los que sus miembros quisieran instalarse sin ser obviados por el resto del mundo. Podemos saltar a otros instantes y cerciorarnos de que el estilo ha de cumplir las expectativas de una opresión que ha de ser trascendida en el medio microsocial. Si la silueta de la mujer en los años 20, en un momento dado, pudo congeniar feminidad y masculinidad con los depósitos de androginia con que el propio estado de la mujer impedía que ésta pudiera introducirse en el universo social de los hombres y rebasar sus funciones y roles sociales, habría que preguntarse también por qué el hombre travestido no ha fructificado si no en espacios residuales de la cultura popular y el cine apenas ha mostrado modelos de feminidad en el hombre a excepción de algunos casos aislados. Vayamos por partes, porque esta cuestión también responde al enfrentamiento que se produce entre la creación de un estilo y el lugar que habrá de ocupar en la esfera pública. Pero el cine ha volcado su savia especular, especialmente en la orquestación hollywoodiense, en la mujer que habrá de convertirse en masculina para sobrevivir como mujer erotizada en los espacios masculinos. Louise Brooks, Josephine Baker, Clara Bow, Colleen Moore o Marlene Dietrich se acercaron en algún momento a esa representación, quizá por que en esos años 20, ya sobrepasada la Primera Guerra Mundial, se produjo una liberalización de las costumbres apropiada, es decir, la que habría de permitir que la mujer se comportara como un hombre en la vida pública y éste no lo viera como una agresión a su propia masculinidad al adquirir algunas mujeres elementos estéticos propios del hombre. El reverso de este fenómeno sería el auge de la feminidad impresa en el interior de la Belle Epoque, pero ambas versiones se habían revertido sobre la posibilidad de que el mundo podía haber estallado en mil pedazos en la década anterior. El estilo Flapper, constitutivo en la época dorada del Jazz y la Belle Epoque, viene a cumplir esa promesa en clara contraposición con el encorsetamiento de la mujer victoriana y su represión sexual, esta última constreñida en lo que Thorstein Veblen había denominado consumo vicario, es decir, una manifestación grandilocuente de las clases pudientes consistente en delegar la riqueza de los maridos en los aspectos externos de sus esposas hasta tal punto que la ostentación era desplazada hacia las figuras no-productivas para el engranaje laboral.


El estilo Flapper de los años 20, resuelto el dilema de la ostentación en los espacios para el ocio tal como se había entendido en los dos últimos decenios, posibilita el esparcimiento de la feminidad al modo de una deblacle en los usos y costumbres de la época. Cierta androginia en la mujer de ese periodo, y que el cine registró para objetivar algunas contiendas que sólo se resolverían en los años 60 (la conquista del espacio social por parte de las mujeres), ofrece una explicación a través del estilo de las paradojas del consumo vicario, asumiendo así que la mujer podía definir su propia medida de la feminidad sin someterse a la estructuras maritales. Pero lo había hecho en parte intentando resolver las contradicciones que estaban operando en el medio social, a partir de una equiparación inconsciente con la gestualidad masculina (gestualidad quiere decir actitudes unidas al estilo de vida). El pelo corto, el rebajamiento de las caderas y el pecho y una silueta rectilínea enfatizada por la desaparición del corsé y demás avalorios victorianos que enfundaban el cuerpo de la mujer en una jaula, pueden entenderse como un mecanismo del estilo para llegar a aquellos lugares donde tradicionalmente se les había sido restringido el paso a las féminas de buena familia. El club de jazz y el salón, el Charleston y las interrelaciones liberadas del escueto margen en que la mujer de principios de siglo (XX) debía reestablecer su identidad, una identidad sujeta a las proporciones monetarias del marido, ofrece una ubicación de partida para el desarrollo de un estilo que culminará con el Crack del 29 y dará paso a otras figuras relevantes. La mujer adscrita al estilo Flapper reniega de la moda al uso y se hace valer en la dispersión de sus actitudes. La vestimenta lo hace posible, pero en la moralidad subyacente encontramos un motivo para esclarecer otros modelos en desarrollo, la vampiresa y la femme fatale, ampliamente divulgadas por el cinematógrafo y extrañamente condicionadas a un destino en los márgenes de las convenciones sociales predominantes.

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